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LA EUCARISTIA: PAN DE VIDA

      “Danos hoy nuestro pan de cada día”(Mt. 6, 11), pedimos en el Padre Nuestro. Sin embargo, ese alimento diario, que pedimos y que Dios nos proporciona a través de su Divina Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el Pan Espiritual, el Pan de Vida. Los hebreos se alimentaron del maná en el desierto. Era un pan que bajaba del cielo, pero era un pan material.

       Sin embargo, nosotros tenemos un “Pan” mucho más especial que “ha bajado del Cielo y da la Vida al mundo” (Jn. 6, 33). Ese Pan espiritual es Jesucristo mismo, Quien nos enseñó a pedir “nuestro pan de cada día” (Lc. 11, 3) y Quien se nos da en la Sagrada Eucaristía. El es ese Pan Vivo que bajó del Cielo para traernos Vida Eterna.

       Dios ha dispuesto que el pan material, el cual carece de vida, nos mantenga y conserve la vida del cuerpo. Y también ha dispuesto para nosotros ese otro Pan Espiritual que es la Vida misma, pues esa pequeña oblea, la Hostia Consagrada, es Cristo mismo con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios.

       No podemos estar pendientes solamente del alimento material. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.

       “¡Cómo será la Vida que ese Pan Divino puede comunicar a nuestra alma! ¡Qué prodigio que la Vida misma pueda ser comida, pueda ser nuestro alimento espiritual! Quien lo recibe –si lo recibe dignamente- recibe la Vida de Dios misma. ¡Cuán admirable será la vida del alma en nosotros, que comemos un Pan Vivo, que comemos la Vida misma en la Mesa del Dios Vivo! ¿Quién jamás oyó semejante prodigio, que la Vida pudiera ser comida? Sólo Jesús puede darnos tal manjar. Es Vida por naturaleza; quien le come, come la Vida. Por eso el Sacerdote, al dar la Comunión dice a cada uno: ‘¡El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la Vida Eterna’(*)” (San Columba Marmion en Jesucristo, Vida del alma, 1917).
       (*) Nota: Estas eran las palabras para la Comunión antes de la Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II.

EFECTOS DE LA SAGRADA EUCARISTIA
y CONDICIONES PARA RECIBIRLOS

      Nos enseña la Teología que todo Sacramento obra “ex opere operato”, es decir, actúa por sí mismo: produce el fruto para el cual fue instituido. Ahora bien, esto es así, siempre y cuando la persona no ponga obstáculos a la acción del Sacramento.

       En el caso de la Eucaristía, este Sacramento nutre al alma, aumenta la Gracia y acrecienta nuestra unión con Cristo. Pero adicionalmente, hay otros frutos: borra los pecados veniales, nos da gracias para cumplir la Voluntad Divina, para evitar el pecado y fortalecernos en las tentaciones, nos incita al amor a Dios y a los hermanos, efectúa “comunión” del comulgante con Cristo y con el prójimo, nos va asemejando a Cristo, etc.

       Sin embargo, éstos y otros efectos maravillosos que produce la recepción de la Sagrada Eucaristía no tienen lugar en el alma cuando la persona pone obstáculos por no estar debidamente preparada para recibir las gracias eucarísticas.

       De allí que tengamos que tener en cuenta que el efecto de la Eucaristía “ex opere operato” se conjuga también con el efecto “ex opere operantis”, o sea, con las disposiciones del que la recibe. Es decir, a mejor disposición del comulgante, mayores beneficios produce este Sacramento.

       Para entender esto, tomemos el clásico ejemplo del vaso de agua. La cantidad de agua que se recoja no depende solamente de la fuente de donde proviene el agua, sino del tamaño del vaso la recibe. La fuente es la gracia del Sacramento; el vaso es nuestra alma, y su capacidad aumenta o disminuye según sean nuestras disposiciones.

LA EUCARISTIA, ALIMENTO “ESPECIAL”
que nos une Cristo
y nos conduce a la Vida Eterna

       El alimento provee los elementos necesarios para construir y reparar nuestro cuerpo físico. La Eucaristía es también un alimento que nos da con creces todos los elementos que nuestra alma requiere, por encima de nuestro conocimiento.

       La comunión, que es Dios mismo proporciona todos los elementos que nuestra alma requiere para poder responder al llamado de Dios a la santidad y nos da los elementos para mantenernos en medio de la transformación que Dios va haciendo en nuestra alma para asemejarnos a Cristo.

       Esto quiere decir que cuando Cristo viene a nosotros en la Comunión –y lo recibimos con las disposiciones convenientes- vamos dejando que Dios nos transforme, para ser más como El quiere que seamos. Así podemos ir imitando cada vez más a Cristo, en nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar, de reaccionar.

       Así puede irse haciendo realidad en nosotros la expresión de San Pablo a los Gálatas (cf. Gal. 2, 20): “Ya no soy yo quien vivo: es Cristo quien vive en Mí”. Así, la presencia divina de Jesús, recibido en la Comunión Eucarística puede impregnar nuestro ser tan íntimamente, que podemos llegar a ser cada vez más lo que Dios desea de nosotros, hasta que ya no seamos nosotros, sino Cristo Quien viva en nosotros.

¿Siempre se realiza la “Comunión”?

       Nos recuerda la Encíclila del Papa Juan Pablo II «Ecclesia de Eucharistia» (17-Abril-2003): “La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 28).”

       La Eucaristía se llama también Comunión pues –como hemos dicho- es el Sacramento de la unión con Cristo y entre los hermanos. De allí que, cuantos menos obstáculos encuentre Cristo para que esa unión sea perfecta, mayores gracias recibiremos, y mejor y mayor será esa común unión (Comunión) con Cristo y de todos en Cristo, Quien se da a nosotros como Pan de Vida en este Sacramento admirable.
       Quiere decir que esa unión con Cristo o Comunión es posible sólo si al recibirlo lo hacemos con las debidas disposiciones. Si no tenemos las actitudes correctas de fe y de deseo de imitar a Cristo en todo, no se realiza la “Comunión”.

       Recibimos a Cristo con nuestra boca. Pero eso no basta, pues tenemos que unirnos a El en el pensamiento, en el sentir, en la voluntad; con nuestro cuerpo, con nuestra alma (entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.

       Bien claro pone esto la Liturgia de la Iglesia en la oración después de la Comunión el Domingo 24 del Tiempo Ordinario: “La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, lo que mueva nuestra vida”.

       Siendo así, nuestra vida humana podrá entonces participar de su vida divina, de manera que sea El y no nuestro “yo” el principio que guíe nuestra existencia y nos conduzca por la travesía que nos lleva a la Vida Eterna.

La Eucaristía, alimento para el viaje a la eternidad:

       Sí. La Eucaristía es nuestro alimento para el camino que nos lleva a la gloria de la eternidad. No en vano dice el Sacerdote antes de tomar el Pan y el Vino consagrados y de repartirlo a los comulgantes: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo guarde nuestras almas para la Vida Eterna”.

       Así lo expresa la Encíclila de Juan Pablo II sobre la Eucaristía:

       “En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

       “En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54).

       “Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte»”

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Indice
Tema # 11
Conocer a Dios

Punto 12.3
Señales de Predestinación


siguiente del anexo:
Condiciones para recibir las Gracias Eucarísticas
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