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CONDICIONES PARA RECIBIR
LAS GRACIAS EUCARISTICAS

       Hay condiciones preparatorias a la recepción de la Eucaristía que conocemos por exigencia de la Iglesia: no estar en pecado mortal, guardar el ayuno requerido, estar debidamente vestido, etc. Pero hay otras condiciones interiores, profundas, que están sobreentendidas y que a veces pasamos por alto.

       A mejor disposición por parte de la persona, mayores serán los efectos de este Sacramento en el alma. De allí que sea necesario de nuestra parte preparar una morada lo menos indigna posible para recibir en nuestro corazón ¡nada menos! que al mismo Dios.

PREPARACION PARA LA SAGRADA EUCARISTIA

1ª.) LA FE:

       La Eucaristía es por excelencia un “misterio de Fe”. De allí que enseguida de la Consagración el Sacerdote diga en una de las fórmulas de Aclamación Eucarística: “Este es el Sacramento de nuestra Fe”.

       Cierto que todos los misterios de Cristo son misterios de Fe, pero en ninguno es esta virtud tan necesaria, tan importante y tan fructífera. ¿Por qué? Porque en este Sacramento ni la razón, ni los sentidos pueden ver a Cristo.

       En su vida entre nosotros, recogida en la Sagrada Escritura, el creyente puede advertir a Cristo: su nacimiento, su vida pública, sus milagros, su enseñanza, su Transfiguración, su Pasión, Muerte y Resurrección, dan testimonio de su humanidad y en algunos casos, de su divinidad. En cambio, en la Hostia Consagrada no hay rastro ni de su humanidad, ni de su divinidad.

       De allí que para penetrar el misterio eucarístico sea indispensable la luz de la Fe. “Supla la Fe lo que falta a nuestros sentidos”, cantamos en el Tantum Ergo, (“Praestet fides supplementum sensum defectui”).

       Al respecto nos dice Juan Pablo II en su Encíclica: “Verdaderamente la Eucaristía es «mysterium fidei», misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. «No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su Cuerpo y su Sangre: la Fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa»”

       La Fe, entonces, es preparación inmediata y también preparación remota para recibir la Sagrada Eucaristía.

       Podemos decir que para que el Pan Eucarístico pueda causar los efectos previstos, la primera condición es la Fe. Se trata de practicar bien el consejo de Cristo en su discurso al anunciar el misterio eucarístico: “La obra de Dios consiste en que crean en Aquél que El ha enviado” (Jn. 6, 29).

       Aquí nos habla Jesús de la Fe, de la Fe en El como Dios y de la Fe en todo lo que El nos propone y nos pide. Una de estas proposiciones es la que El anuncia en este discurso sobre la Eucaristía que nos narra San Juan: la fe de su presencia viva en ese Pan del Cielo que es el Sacramento de la Sagrada Eucaristía, proposición que fue causa de escándalo para los que le seguían, como puede verse en este pasaje evangélico (cf. Jn. 6, 52).

       Y somos testigos de cómo -lamentablemente- en nuestros días sucede como en tiempos de Jesús. ¿Quiénes creen realmente que es Dios mismo presente en esa oblea de harina de trigo? ¿Cuántos son los que creen en este “Sacramento de nuestra Fe”?
       O … ¿cuántos son los que en verdad lo aprovechan debidamente? Más aún: ¿cuántos son los que lo reciben dignamente?

       Pero, por la Fe, el creyente responde a Cristo “Amén” o “así es”, “así lo creo”, cuando al comulgar se le presenta la Hostia Consagrada. Dice con su “amén” que lo que recibe es lo que El nos ha dicho, su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, aunque sus ojos vean otra cosa: es un trocito de pan, una pequeña oblea que sabe harina de trigo, pero es Dios mismo.

       Cristo se nos da en alimento, y unirse a El en la Sagrada Comunión significa –antes que nada- aceptar la Verdad, inclinando nuestro entendimiento ante su Palabra, que nos dice:

       “Yo soy el Pan de la Vida. El que viene a Mí, no tendrá hambre y el que crea en Mí nunca tendrá sed”. (Jn. 6, 35)


Resumiendo:

      Para que la Sagrada Comunión o Eucaristía nos aproveche como está previsto por Dios, es indispensable la fe en este increíble misterio. Esta es una disposición de nuestro entendimiento: creer que lo que parece ser (pan) no es, sino que es lo que realmente es (Cristo).


2ª.) CONFIANZA EN DIOS:

       Ahora bien, la consecuencia de la Fe es la confianza. Fe y confianza en Dios son como dos caras de una misma moneda: no hay fe sin confianza y viceversa.

       Y al tener plena confianza en Cristo, podemos entregarnos a El sin reservas, totalmente, a todo lo que El tenga dispuesto.

ORACION
      Creo que estás presente en la Hostia Consagrada, realmente presente, vivo, para darme tu Vida,
para transformarme en Ti.
Por eso me entrego totalmente a Ti,
para que seas verdadero Dueño de todo mi ser,
de mi entendimiento y mi voluntad,
para que ya no viva yo, sino Tú, por Ti y para Ti.


       Además de la Fe, entonces, hacen falta otras disposiciones de nuestra voluntad. Se requiere, en confianza, someter nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Es decir debemos hacer su Voluntad, amar su Voluntad, pues con esto lo estamos amando a El y, al amarlo, El mora en nosotros.

       “Quien permanece en el Amor, en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16).

       “Si alguien me ama guardará mis palabras y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Jn. 14, 23)
       “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer. Yo con él y él conmigo” (Ap. 3, 20).


       Y cuando el alma se entrega de veras a Dios y a Su Voluntad, Cristo en la Comunión realiza cosas maravillosas, pues es Dios mismo, Quien viene al alma con su Divinidad, su Amor, su fortaleza, con todas sus riquezas.

       Creer esto así y de veras desearlo, es la manera de recibir esas riquezas divinas encerradas en este Sacramento admirable: los frutos de la redención están encerrados en él. Bien lo expresa la oración eucarística que dice el Sacerdote después de la Bendición del Santísimo:

¡Oh Dios! Que por este Sacramento admirable
nos dejaste el memorial de tu Pasión,
concédenos, te rogamos, venerar de tal forma
los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre,
que experimentemos constantemente en nosotros
el fruto de tu Redención.


3ª) ENTREGA TOTAL A JESUCRISTO:

       De allí, entonces, que una tercera condición, que brota de nuestra confianza en Dios, sea la donación completa y habitual de la persona a Jesucristo. Esta condición, necesaria para recibir más plenamente los frutos de la Eucaristía, tiene su base en la misma naturaleza del Sacramento de la Comunión, que es la unión con Dios.

       Sin embargo, aunque es condición indispensable para recibir las gracias eucarísticas, es poco tomada en cuenta y muy olvidada.

       Es evidente, entonces, que nadie puede unirse a Dios sin entregarse a El sin reservas y totalmente. Esta entrega a Jesucristo debe renovarse constantemente, debe ser constante, permanente y creciente.

       De allí que el “amén” que respondemos cuando se nos presenta la Hostia Consagrada y se nos dice “El Cuerpo de Cristo”, debe significar también un “sí” a todo lo que El nos dice, a todo lo que El desea de nosotros, a todo lo que El espera de nosotros.

       De no ser así, no estamos en capacidad de recibir todo lo que este magnífico Sacramento nos proporciona.

       Nuestra unión con Cristo comenzó en nuestro Bautismo, cuando por primera vez Cristo tomó posesión de nuestra alma. Y por la Gracia –Vida de Dios- recibida en ese primer Sacramento, tenemos la capacidad de ir haciendo crecer esa semilla bautismal.

       Luego, cuando por vez primera Lo recibimos el día de nuestra Primera Comunión nos unimos a Cristo vivo en la Sagrada Eucaristía. Pero tal vez con el correr del tiempo pudimos –como suele suceder lamentablemente con demasiada frecuencia- alejarnos de El, porque le dimos paso a las interferencias que impiden nuestra donación total a El.

       Estas interferencias tienen que ser removidas de nuestra vida espiritual. Por ejemplo, apegarnos a faltas leves o pecados veniales, o querer seguir nuestra voluntad y nuestros propios criterios, es poner trabas a esa entrega total a Cristo que se requiere para que este Sacramento sea operante.

       De allí que, cuanto mayor sea nuestra entrega a la Voluntad de Dios, mayores gracias recibiremos en la Eucaristía. Y si ansiamos la unión perfecta con Dios, no podemos regatearle nada en la entrega de nuestra voluntad a El, de manera que sea SU Voluntad y no la nuestra la que rija nuestra vida.

       Esa unión de nuestra voluntad con la Voluntad Divina va realizándose con cada Comunión recibida con las debidas actitudes de entrega y de abandono confiados a la Voluntad de Dios. Si así comulgamos, nuestra alma está dirigiéndose a la unión perfecta con Dios.

Entendimiento y Voluntad unidos a Cristo:

       Ahora bien, sabemos que el alma humana es entendimiento y voluntad.

       Pero nuestro entendimiento no nos fue dado para divagar en raciocinios estériles contrarios a la Sabiduría Divina, sino para conformarlo a Dios que es la Sabiduría misma. Tampoco nuestra voluntad, dotada de libertad, nos fue dada para hacer lo que nos provoque, sino para optar libremente por la Voluntad Divina.

       El pretender andar con nuestro propios raciocinios y nuestra propia voluntad impide que, al recibir a Cristo en la Eucaristía, nos unamos plenamente a El.

       Sin embargo, El insiste, sin forzarnos, pues El “está a la puerta y llama” (Ap. 3, 20), suavemente, no suele empujar la puerta, sólo nos invita. Quiere venir a nuestra alma para ayudarnos a corregir el rumbo. Pero mientras no estemos dispuestos a que el rumbo sea el Camino que Cristo, no sólo nos señala, sino que es El mismo, no podremos recibir a plenitud las gracias dispuestas en el Sacramento de la Eucaristía.

       Se trata, si lo vemos con detalle, de ir corrigiendo esas tendencias pecaminosas y malos hábitos que solemos considerar como “normales”. Creemos que si no matamos, ni robamos, ya eso es suficiente para unirnos a Cristo en la Eucaristía.

       Pero ¿dónde está la entrega confiada a la Voluntad Divina? ¿Dónde está el abandono total a la Divina Providencia? ¿Dónde está nuestra aceptación de que Dios en su Sabiduría Infinita todo lo dispone para nuestro máximo bien, que es El mismo?

       Se trata, ante todo, de eliminar nuestros reclamos a Dios: ¿por qué a mí? ¿por qué este sufrimiento o enfermedad? ¿por qué no me has dado tal cosa? O ¿por qué me sucedió tal otra? etc.

Amar a Jesús en el prójimo:

       Se trata también de ir desterrando de nuestro interior las malas inclinaciones contra el prójimo, aunque éstas sean sólo de pensamiento y de deseo: venganzas, envidias, resentimientos, faltas de perdón, etc.
       De allí la exigencia de Jesús en el Sermón de la Montaña: “Cuando presentes tu ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante al altar, anda primero a hacer las paces con tu hermano y entonces vuelve a presentarla” (Mt. 5, 23-24).

       Es así como, si en nuestro corazón existe algún apego a criterios propios, al egoísmo o al amor propio, si hay hábitos contrarios al amor a Dios y a los hermanos, o alguna otra tendencia desordenada, las gracias eucarísticas dispuestas para nosotros no nos llegarán, o, de llegarnos, nos llegarán en forma limitada, insuficiente, incompleta, pero no de acuerdo a la abundancia que el Señor ha dispuesto.

       La razón es obvia: La Eucaristía es Sacramento de “unión”, como lo indica su nombre “Comunión”. Cristo viene a nosotros para unirnos a El. Y ¿qué es unir? Unir es hacer de dos cosas una sola. Como lo hizo Jesús con el Padre: oblación plena siempre, la cual coronó con su muerte en la Cruz.

       De allí la respuesta a la Aclamación Eucarística, tomada de San Pablo: “Cada vez que comemos de este Pan y bebemos de este Cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas” (1 Cor. 11, 26).



CONCLUSION:

       Cristo se da a nosotros en la medida que nosotros nos damos a El, en la medida que nos damos al Padre, aceptando y colaborando activamente a que su Voluntad se haga en nosotros, y en la medida que nos damos al prójimo. Esta disposición fundamental nuestra permite que haya común-unión o Comunión y que el Señor obre maravillas de santidad –de unión con El- en nosotros.

       Asimismo, en sentido contrario, cuando no hay estas debidas disposiciones, no sucede así. De allí que haya muchas almas que, aun comulgando frecuentemente, progresen tan poco en santidad. Al no encontrar Cristo la docilidad espiritual requerida, no puede obrar en ellas ni derramar todas las gracias dispuestas en el Sacramento de la Eucaristía.

       Es así como, para prepararnos debidamente a la recepción de la Sagrada Eucaristía, es necesario estar pendiente en el tiempo que pase entre Comunión y Comunión, de entregarnos confiadamente a todo lo que vayamos sabiendo es la Voluntad de Dios para nuestra vida.

Temario
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Teológicos

Indice
Tema # 11
Conocer a Dios

Punto 12.3
Señales de Predestinación


siguiente del anexo:
Acción de gracias después de la Comunión
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