¿No basta pedir perdón a Dios?

El Sacramento de la Confesión es el medio que Dios ha establecido para que regresemos a El si hemos pecado gravemente. Y los Sacerdotes tienen el poder y la autoridad para administrar el perdón de Dios, pues Jesús dijo a sus Apóstoles -y a sus sucesores, los Obispos, cuyos colaboradores instituidos también con ese poder, son los Sacerdotes: “‘Así como el Padre me envió a Mí, así Yo los envío a ustedes’. Dicho esto sopló sobre ellos. ‘Reciban el Espíritu Santo; a quienes perdonen los pecados les serán perdonados, y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’” (Jn. 20, 21-23).

Según estas instrucciones del Señor, los Sacerdotes están constituidos en administradores del perdón de Dios con la asistencia directa del Espíritu Santo. Deberán, por tanto, impartir dicho perdón cuando así lo juzguen adecuado, que es en las grandísima mayoría de los casos, y abstenerse de perdonar cuando el caso lo amerite, lo cual se da muy raramente.

Ahora bien, para cumplir esta labor de perdón, los Sacerdotes necesariamente tienen que estar informados sobre la situación de cada pecador. ¿Y de qué manera pueden informarse sobre los pecados de cada persona si no es escuchando a cada uno?

La confesión de los pecados no es un invento de la Iglesia, sino que era una costumbre que existía inclusive antes de Cristo. Veamos varios testimonios que aparecen en la Biblia al respecto:

En tiempos de Moisés: “Yavé dijo a Moisés: ‘Dí a los hijos de Israel: el hombre o mujer que cometa algún pecado en perjuicio de otro, ofendiendo a Yavé, será reo de delito. Confesará el pecado cometido y restituirá enteramente el daño”. (Núm. 5, 6-7)

En tiempos de los Reyes: “El que oculta sus pecados no prosperará; el que los confiesa y se aparta de ellos, alcanzará el perdón” (Prov. 28, 13).

En tiempos de San Juan Bautista: “Confesaban sus pecados y Juan los bautizaba en el río Jordán” (Mt. 3, 6).

Después de Cristo, al comienzo de la Iglesia: “Muchos de los que habían creído venían a confesar y revelar todo lo que habían hecho” (He. 19, 18).

Vemos, pues, que la confesión existía ya antes de Cristo. El confirmó esa saludable práctica y le dio una eficacia especial, elevándola a la condición de Sacramento.

Cuando cometemos una falta grave, perdemos la Gracia Santificante, que es la vida de Dios en nosotros. Por eso las faltas graves se llaman “pecados mortales”, porque nos separan de la vida en Dios.

Al estar en esta situación de pecado grave, si nos arrepentimos, estamos entonces, camino a la casa del Padre nuevamente. Si hemos tenido una “contrición perfecta”; es decir, si hemos optado por Dios, prefiriéndolo y amándolo por encima de cualquier otra cosa, y llegáramos a morir en ese preciso momento, sin haber tenido tiempo de confesarnos, nuestros pecados estarían perdonados. Pero, de no haber muerto, aunque hayamos tenido un arrepentimiento perfecto, tenemos la obligación de confesar nuestros pecados a un Sacerdote, en cuanto nos sea posible. Así lo desea Dios.

¿Por qué? Porque, Dios ha instituido el Sacramento de la Confesión, para que nuestros pecados sean perdonados. Sin embargo, no siempre tenemos una “contrición perfecta”. Más frecuente es la contrición imperfecta, llamada también “atrición”, la cual se basa en el temor a la condenación eterna, consecuencia del pecado. Es bueno saber que este tipo de arrepentimiento imperfecto es suficiente para obtener el perdón en el Sacramento de la Confesión.

Ahora bien, si realmente nos hemos reconciliado con Dios a través de un verdadero arrepentimiento, consecuencia de ese arrepentimiento será nuestro deseo de cumplir a cabalidad la Voluntad de Dios, y ésta incluye el confesarnos tan pronto como podamos.

Por cierto, la confesión de los pecados no-graves, llamados “pecados veniales”, sin ser estrictamente necesaria, es muy recomendable. Aunque una “contrición perfecta” puede borrar los pecados veniales, la Iglesia recomienda vivamente que sean confesados. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu”. (CIC #1458)

El Sacramento de la Confesión es un maravilloso invento de la Sabiduría y la Misericordia de Dios. El, que es infinitamente sabio y bueno con nosotros, conoce la necesidad que tenemos de descargar el peso de nuestras faltas. Por eso Cristo nos dejó el Sacramento de la Confesión. Allí podemos hacer catarsis en el más íntimo secreto y totalmente gratis. Gratis es la descarga de nuestros pecados y gratis es el perdón que recibimos de Dios. Dios sabe que necesitamos sabernos perdonados. Por eso, al oír la absolución de nuestros pecados por boca del Sacerdote, nos sentimos livianos, porque la carga de nuestra culpa que tanto daño puede hacernos, fue levantada por el mismo Cristo.

Ahora bien, podría suceder que el Sacerdote, que es un hombre como cualquier otro, a lo mejor es tanto o más pecador que el que se va a confesar. Pero ese hombre, pecador o no, tiene el poder de levantar su mano para absolvernos nuestros pecados en la Confesión y, aunque hombre, representa -nada menos- que al mismo Cristo (cfr. 2 Cor. 5, 20).


¿Hay pecados sin perdón?

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