
Cuando oímos hablar de los fariseos, recordamos cómo el Señor los acusó y los fustigó. Pero nos parece que son personajes lejanos en el tiempo y que nada tienen que ver con nuestra manera de proceder. Hasta podríamos pensar: ¿para qué están en los Evangelios y para qué nos ponen el la Liturgia todos estos regaños que el Señor le da a los fariseos?
Y no fue una, sino varias veces que Jesús criticó muy duramente a ese grupo religioso, cuyo objetivo era la práctica de la ley de Moisés en la forma más estricta y detallada. (Mt 23, 1-12)
La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que Jesús los llamó “hipócritas”. Es por ello que hoy día en el lenguaje coloquial religioso el término “fariseo” ha venido a ser considerado sinónimo de “hipócrita”.
Pero... ¿nos hemos puesto a pensar que también nosotros a veces somos como los fariseos? La hipocresía es uno de los defectos que nos permitimos a nosotros mismos, casi sin darnos cuenta. Pero ¡qué repugnante es la hipocresía!
La hipocresía es falta de rectitud de intención. Es doblez, es decir, es tener dos caras. Y esto es más frecuente de lo que creemos o nos damos cuenta. ¿Hemos pensado, por ejemplo, que hipocresía es también hacer las cosas con intenciones escondidas? O hacerlas con una intención distinta a la que mostramos? ¿Nos damos cuenta que a veces somos hipócritas hasta con Dios?
¡Y esa actitud la consideramos como un derecho adquirido! Está tan arraigada a veces en nuestra manera de proceder que ya ni nos damos cuenta de que es un defecto, porque nos sale de manera demasiado espontánea.
Pero esa actitud es totalmente contraria a la pureza de corazón, que Jesús nos pide: Bienaventurados los de corazón puro... (Mt 5, 8)
Jesús le dijo a los Fariseos: “Todo lo hacen para que los vea la gente”. ¡Y cómo se nos sale a nosotros el “fariseo” en esto! ¡Cómo nos gusta ser admirados y respetados! ¡Cómo nos gusta que se hable bien de nosotros! Y, peor aún, ¡cuántas son las cosas que hacemos para ser apreciados y alabados!
¿Qué valor, entonces, tienen esas cosas buenas que hacemos, pero con un fin farisaico, interesado, impuro? ¿Dónde está la pureza de corazón y la rectitud de intención cuando nos comportamos así?
La advertencia de Jesús nuestro Señor es bien clara: “Si vuestra santidad no es mayor que la de los maestros de la Ley y los Fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).
Nos toca, entonces, practicar la pureza de corazón, la rectitud de intención, la honestidad mental y espiritual. Si nos cuesta, pidámosla en la oración. Sólo así, el discurso contra los fariseos no será para nosotros.
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